miércoles, 14 de septiembre de 2011

Con la vocación a cuestas… (Dedicatoria)

Vicente Paredez, profesor rural, va por un sendero abrupto en medio de la oscuridad. Con él va un burrito compañero que se encarga de llevar a lomo su equipaje de ropa, alimentos no perecederos y libros. El burrito se lo han proporcionado sólo en calidad de préstamo y debe dejarlo en cierto lugar de su trayecto, del cual le han dado señas precisas. No sólo la noche cerrada sino el mismo terreno pedregoso hacen difícil la marcha, pues las piedras grandes provocan que tropiece y las pequeñas, que resbale a cada paso. Para colmo, va por la cima de una escarpada, con el riesgo de caer ladera abajo, lo que termina de ocurrir en un determinado momento, por causa de una piedrecilla infame que rueda bajo su planta y le hace perder el equilibrio. En un ademán desesperado, quiere aferrarse del burrito —quien no se digna en brindarle ninguna ayuda—, y, no pudiendo ya evitarlo, se ve girando como un tronco, cuesta abajo en su rodada, con un mechón de pelo asnal en la mano, magullándose el cuerpo y la cara en las salientes rocosas y puntiagudas. Cuando acaba su vertiginoso descenso, se queda en silencio, agitado y con el alma en el suelo por el susto, pero se incorpora e ignorando sus golpes y rasmilladuras verifica a través de la penumbra, con alivio, que el burrito está ahí arriba todavía, impertérrito, no ha rodado junto con él. De modo que vuelve a subir penosamente y, azuzándolo, continúa el viaje, al ritmo calmoso de su acompañante pollino, cuidándose de pisar con tino esta vez. Y así, casi al amanecer, llega a su tan lejano destino, San Juan de Orcas, Chuquisaca, justo a tiempo para lavar la bandera que izaría horas después, al inicio de las clases.

Corrían los años 60's y muchos profesores rurales hacían a pie el recorrido que los llevaría a sus escuelitas alejadas. A veces con los hijos pequeños a cuestas y con la esposa y los hijos mayores a los lados, a veces, solos. Por ese entonces, no había el transporte motorizado requerido y menos carreteras asfaltadas, lo que incluso años después no ha cambiado demasiado en esos lugares lejanos.

¿Qué era lo que motivaba a los maestros de antaño a alejarse de los centros citadinos en condiciones tan precarias? ¿Qué los impulsaba a enfrentar las dificultades sin renegar de su condición? Por supuesto, la necesidad de una fuente laboral y de ganar el sustento para sus familias; empero, en muchos casos, también un deseo real y sincero de servir para algo y ser mínimamente eficientes en su labor, que aunque no siempre conseguían serlo, pues sus limitaciones habrán tenido, al menos se esforzaban y se percibía ese esfuerzo de tratar de ser competentes mediadores entre la ciencia y el pueblo, de potenciar las capacidades de sus estudiantes y de motivarlos para que definan su inclinación hacia algún área de producción.
Porque todo maestro que se precie de serlo no sólo se preocupará de repetir conocimientos (que si bien eso le toca hacer, es sólo la parte más básica de su función), sino que también se interesará en lo que vaya a pasar después con sus estudiantes, cuando ya no lo sean más: ¿qué será de ellos?, ¿cómo enfrentarán los conflictos que se les presente?, ¿qué tipo de seres humanos serán?, y es en base a esa proyección que los preparará de la mejor forma que le sea posible.

De esa estirpe generosa, franciscana, hubo maestros antiguamente, y lo demostraron, aunque sólo fuese con el acto altruista de renunciar a facilismos y comodidades, para recorrer largas distancias y llegar hasta donde hubiese discípulos que instruir. Pero hoy parece ya no existir ni los unos (los que tienen vocación, los excelentes educadores) ni los otros (los que se sacrifican, pese a sus limitaciones, por desempeñar bien su labor). Ha cambiado esa fuerza de voluntad, ese tesón, ese sacrificio con el que se encaminaban a cumplir su labor. La de hoy es gente distinta a esa otra, es una que suele jactarse de haberse quemado las pestañas, pero que nunca admite sus falencias e ignorancias; que se regodea en su seudo-conocimiento estrecho, el cual repite año tras año, invariablemente; que se queja eternamente de sus bajos ingresos, mas no rinde sino con la ley del mínimo esfuerzo; que se llena la boca con sermones y moralinas, pero no se comporta en la plenitud que se esperaría del ejemplo.
Al contrario, la gente de hoy con el pomposo título de “educador” sólo tiende a concentrarse en ganar más y más, haciendo, paralelamente, negocios de toda índole, a los que dedica su mayor y mejor empeño, o agenciándose múltiples cargos en los que no rinde bien en ninguno, y que por esa excesiva preocupación en SU bienestar deja de lado el de la educación: no define ni analiza qué contenidos enseñar, que no sean sólo acumulativos y memorísticos; no tiene propósitos claros de por qué y para qué los enseña, y martiriza a sus estudiantes con clases tediosas, repetitivas y carentes de sentido y utilidad.

...Pero, bueno, afortunadamente no sólo hay de esa calaña, ya que todavía existen algunos buenos maestros que se desviven por dar interesantes y provechosas clases, cada día, todos los días, conformándose con tener lo elemental para subsistir, puesto que ellos no enseñan tanto para vivir, sino que viven para enseñar. A ellos, que caminan con su vocación a cuestas, este homenaje mínimo.


Colaboración de Indiano, Literatura Itinerante, Bolivia!!


Se viene el cuarto número de D-Enunciado!

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